Señoras, señores:
Muy buenos días.
Quiero agradecer la invitación a depositar en esta bóveda de la Caja de las Letras una muestra de mi trabajo. Muchas gracias, señor director y poeta don Luis García Montero; a la directora y al presidente de Centroamérica Cuenta, Claudia Neira y Sergio Ramírez, muchas gracias; a mis editoras y editores, actuales y pasados; a mi familia más cercana, a mis amigas y amigos, presentes y ausentes, muchas gracias –y, por qué no, también gracias a los adversarios y enemigos, que pueden ser tan estimulantes para el oficio de escribir como tantos amigos. Desde finales del siglo pasado la suerte me ha sonreído a través de cada uno de ustedes, y lo agradezco. La circulación –o mejor dicho, el goteo—de mis libros se ha beneficiado de la labor incansable que este ilustre instituto hace por la promoción y difusión de la lengua española en todo el mundo. Y para los escritores de países que existen en zozobra constante, como el mío, esta difusión y promoción son asuntos vitales. Estar presentes en España es vital para los libros provenientes de naciones como las de Centroamérica, con instituciones fallidas, archivos corrompidos, sin buenas bibliotecas y con pocos lectores; Estados criminales de los que necesariamente ha surgido una literatura criminal –un fragmento de la cual tengo el honor de depositar aquí el día de hoy.
Escritor errante –y muchas veces errado– desde mis comienzos hace más de cuarenta años he ido acumulando en maletas y cajas cuadernos y libretas llenos de palabras y tachones, sin saber muy bien para qué. Pero cuando los amigos de Centroamérica Cuenta me comunicaron la invitación del Instituto a depositar en esta bóveda algunos de esos manuscritos, esa provisión más bien irracional cobró algún sentido. Unos cuadernos míos entrarían en una especie de cápsula de tiempo.
Un poco al azar, escogí este, fechado en Tánger en 1983, que contiene uno de mis primeros cuentos, una canibalización de la entrega del rescate por el secuestro de mi madre, ocurrido en 1981, titulado “La entrega”; en este otro, escrito en Nueva York en 1996 están, entre otras cosas, algunos relatos de la colección Ningún lugar sagrado; estos dos moleskines están emborronados con un cuento bastante largo, “Finca familiar”, escrito en Guatemala en el 2006; y por último, esta es una de las libretas que conforman El material humano, en la que constan mis primeras visitas al Archivo General de Centroamérica, en febrero del 2007, en busca de unas Memorias de Labores de la Policía Nacional, que encontré, pero mutiladas.
La idea de una cápsula de tiempo invita a fabular sobre el porvenir. Depositar escritos de ficción en una bóveda como esta es un acto de esperanza (pero también de vanidad) que nos permite hacernos la ilusión de que algo de nuestra obra perdurará… Manuscritos en una botella en el mar del tiempo.
A partir de la amable invitación del Instituto Cervantes a depositar en esta cápsula de tiempo una muestra de mis esfuerzos literarios, he imaginado escenarios de lo porvenir –desde un planeta dominado por la Inteligencia Artificial, como es hoy de rigor; hasta un “vasto cementerio giratorio”– como escribió Unamuno en el 24 y repitió Neruda en el 50– de cuanto fue y es vida”, un mundo donde la raza humana estará extinta –hasta el resurgimiento, en un futuro casi inimaginable de tan distante, de seres más o menos parecidos a nosotros, y, eso sí, capaces de leer…
Me parece justo esperar que quienes intenten leer nuestros papeles –en un futuro tan distante de nuestro presente como lo está este del mundo pasado y perdido de los inventores del alfabeto lineal A cretense, digamos— no alcancen a entenderlos. No por desconocimiento de nuestro alfabeto o de nuestra lengua, que sin duda una futura inteligencia artificial podría descifrar fácilmente, ni por nuestra pobre caligrafía, de la que estos cuadernos ofrecen un ejemplo. Esperemos que nuestros sucesores o redescubridores sean criaturas mucho más bondadosas, mucho menos envidiosas y egoístas, en dos palabras, mucho mejores, y que no alcancen a entender bien las historias que contamos, porque desconocen los penosos sentimientos, emociones o pasiones que nos mueven o que mueven nuestras historias —¿sentimientos y emociones tal vez explicables por una producción de hormonas excesiva y quizá ya innecesaria? Las rivalidades amorosas y las obsesiones triviales: la envidia, el odio entre hermanos y vecinos, las traiciones, los deseos desmedidos… ¿Cómo entender estas emociones –que juegan un papel central en nuestra literatura– desde la perspectiva de un futuro en el que los lectores hayan progresado en la comprensión de su lugar en el universo?
Ojalá que para quienes habiten este planeta en el futuro más lejano todas estas naderías sean un misterio.
Muchas gracias.