La última jornada del festival fue intensa. Apasionados conversatorios sobre Albert Camus, la música y su fusión con las letras, la descarga memorable de la novela más importante de Gabo y la bohemia rodante de los escritores en el festival.
Por Edelma Reyes
I
El escritor colombiano Pablo Montoya, de 54 años, se sentó en la primera fila de la sala Lizandro Chávez Alfaro, con las piernas cruzadas y con sus anteojos puestos leyó unos papeles. De repente se levantó y ordenó a una mujer que llevaba la acreditación de Centroamérica cuenta en el cuello, comenzar la charla. Tomó su asiento en el centro de la tarima y enseguida se le dibujó una sonrisa. Habló de la obra de Albert Camus, escritor francés, autor de El extranjero (1942).
El público en la sala se notaba impaciente. La mayoría jóvenes estudiantes, aunque también algunas personas mayores, más contemporáneos con el escritor. Montoya narró algunas de las ideas y las obras de Albert Camus a través de un viaje que hizo acompañado de su esposa a Lourmarin, el pueblo francés donde está enterrado el escritor de La Peste.
La manera tan apasionada con que el escritor colombiano explicó los pensamientos del escritor francés, sedujo a la gente que estaba en la sala ubicada en la Universidad Centroamericana (UCA). Con el tiempo jugando en contra, el escritor se despidió de los asistentes, no sin antes responder las dudas de algunos jóvenes, pero también dar y repartir abrazos a algunas de las personas que escucharon sus relatos y opiniones.
II
A veces la música se atraviesa y bifurca los caminos. A uno, la guitarra le sirvió de escudo y le ayudó a conquistar mujeres; otro no sabía por qué las canciones de José Alfredo Jiménez lo hacían llorar. La música y la literatura es lo que juntó en la misma mesa al tímido de la guitarra, el cantautor nicaragüense Hernaldo Zúñiga, y al seguidor de los versos de Jiménez, el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos. Compartieron la mesa con ellos otros dos escritores: el colombiano Pablo Montoya y el nicaragüense José Adiak Montoya, quien hizo de moderador en unos de los más animados conversatorios de Centroamérica cuenta 2017.
Zúñiga confesó que empezó con la música por la presión de compañeros de estudio y porque era una persona tímida que con la ayuda de la guitarra conseguía novias. Para Salcedo Ramos, la música fue su primer acercamiento a la escritura. Criado en Arenal, un pueblo del Caribe colombiano, desde muy niño escuchaba las rancheras del mexicano José Alfredo Jiménez. Contó que fue en ese momento que se enamoró de la escritura. Cree que a diferencia de la poesía y la literatura, la música muchas veces no necesita una buena letra, sino un buen ritmo. Por eso ahora, busca el sonido y las melodías en sus crónicas.
El auditorio repleto escuchaba embelesado a estos autores de géneros tan distintos, pero en la práctica tan complementarios. Con el mismo deleite, los asistentes escucharon a Pablo Montoya, quien mientras intentaba vivir soltando notas por las calles de París, halló su vocación de escritor.
Con un relato personal cada uno de los autores respondió a la pregunta que lanzó el moderador del conversatorio, José Adiak, sobre la forma que se entrecruzan la música y las letras a propósito del Nobel de Literatura a Bob Dylan. Montoya, autor de Los Derrotados (2012), recordó que por un accidente su carrera musical en París fue breve. Acabó una noche en que su colega músico se emborrachó y por auxiliarlo, olvidó el saxofón en el taxi.
Salcedo dijo que él quería ser músico, pero al final concluyó que no tenía »oído» y se decantó por escuchar historias y escribirlas. Contó que le gustaba escuchar la música popular colombiana, esos vallenatos que han cantado las historias y sucesos que acontecen en otros pueblos, pero también le ha fascinado esa tribu de cantantes capaces de tejer versos que recogen la soledad, picardía y sentimiento de esa región de su país.
También recordó a los que han soltado versos disparatados como Juancho Polo Valencia, un músico vallenato que murió a fines de los setenta. De él, Salcedo citó este verso: “y yo que te quise con tanta democracia”. Aquí las risas del público interrumpieron al cronista.
Entre ese público había una mezcla de generaciones y ocupaciones: estudiantes, periodistas, escritores, poetas, empresarios. Esa amalgama coincidió por el gusto que despierta la literatura y la música. Aunque la mayoría seguía las intervenciones de los panelistas, algunos se movían de sus asientos para ir detrás de algún escritor de los que estaban entre el público y pedir que autografiara un libro o una fotografía juntos.
III
Tras ese conversatorio, llegó la charla final del evento acerca de la obra cumbre de Gabriel García Márquez: Cien años de soledad, que en este 2017 cumple 50 años de haberse publicado. Modera el creador de Centroamérica cuenta, Sergio Ramírez.
Uno de los panelistas, el escritor puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá, contó que de niño su abuela le narraba cuentos de seres fantásticos, por lo que los pueblos y ese universo »macondiano» creado por García Márquez nunca le parecieron extraños. Además, relató que a pesar de que lo leyó hace muchos años todavía recuerda fragmentos del libro, porque leerlo fue un acontecimiento tan grande en su vida como el asesinato de John F. Kennedy, presidente de los EE.UU.
Los otros tres participantes del conversatorio: Ramírez de Nicaragua, Piedad Bonnet de Colombia y Carlos Franz de Chile, estuvieron de acuerdo con que el realismo mágico de Gabo cambió la literatura en Latinoamérica. Y aun con tantos años en el mundo de la literatura, les costó decidir si se trata de la mejor obra de García Márquez; o lo es El amor en los tiempos del cólera o Crónica de una muerte anunciada.
IV
En los viajes cortos que llevaban a los autores de un lado a otro, se aprovechaba para muchas cosas: platicar, cambiar de humor, se armaban charlas acaloradas sobre la vida y la muerte y compartían gustos por otros escritores, lugares y tragos. Como seres que se reconocen del mismo planeta, la conexión entre los escritores fue rápida. Cada uno escogió su asiento en el bus y entablaron una amena conversación hasta su lugar de destino. Platicaban que los cuentos son la mejor opción para enseñar literatura a los niños. Luego saltaron a temas más profundos como la muerte. Uno dijo que le parecía buena idea que arrojasen sus cenizas en algún lugar de la tierra.
Con la excusa de que era viernes y el cuerpo lo sabe, escritor David Unger sacó de su mochila una botella de whisky irlandés Jameson y compartió con el resto de los que iban en el microbús. Cada uno daba sorbos entre selfies, bromas y caras amargas que se transformaban con el trago. Se acabó el whisky y Unger sacó una botellita de Ron Flor de Caña que se pasaron de un lado a otro, hasta que los últimos tragos acabaron en mi lugar y así fui parte de esa pequeña celebración que culminó con el trayecto del microbús.