Por Juan Carlos Méndez Guédez | Madrid
«¿Sabes que por Moratalaz pasaba el tren más lento del mundo?», me preguntó una tarde de 1998. No recuerdo su nombre: era la señora del moño que avanzaba por la avenida con dificultad y a la que ayudaba a subir la compra pues vivía en una cuarta planta.
Durante el ascenso me contaba historias: los cielos encendidos que podían contemplarse desde La Plaza del Encuentro, las ovejas que pasaban entre los edificios; los días que iba con su marido a Madrid y se ponía sus mejores ropas.
Varias veces le pregunté: “¿ir a Madrid?”. Ella respondía: “En ningún lugar verás cielos como los de Moratalaz… además, en los 60, cuando llegamos aquí, Madrid quedaba muy lejos”.
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Ana tiene unos 50 años y nació en el barrio. Aquí estudió, tuvo sus primeros empleos, se casó y vio crecer a sus hijos; trabaja en un comedor escolar y asiste a varios ancianos de la zona.
Asiente cuando recuerdo mis conversaciones con aquella señora del moño: “Moratalaz era un mundo aparte; mis padres decían: mañana vamos a subir a Madrid. Recuerdo, como una aventura, cuando mi tío nos llevaba a El Retiro —ocho niños en un 127—, igual que recuerdo cuando fui al centro a ver Blanca Nieves”.
Los padres de Ana llegaron en 1968. En esos tiempos, la radio repetía incansable el jingle: “Mamita, dile a papá que compre un piso en Moratalaz, que tiene cines, colegios y sitios para jugar”. La realidad no resultaba tan esplendorosa: las calles eran barrizales rodeados por descampados, los edificios presentaban fallas de construcción, las vías de comunicación eran pésimas y las mujeres del barrio debían desplazarse hasta Vallecas para hacer la compra.
Cuando miro fotos aéreas de ese momento la imagen impresiona: un áspero desierto y, como un error del paisaje, un grupo de edificaciones con árboles enanos en los que el aire del invierno debía ser feroz y el calor del verano un suplicio.
Maite Cabrerizo, en El avance de Moratalaz, lo describe con nitidez: “Moratalaz era la nada… faltan ambulatorios, faltan panaderías, faltan farmacias… Fue una construcción a destajo, sin importar el resultado final”.
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Ana asegura que su infancia transcurrió con normalidad. A mediados de los 70, las condiciones del principio comenzaron a hacerse tolerables. “Ya existían tiendas en las que compraba esa leche concentrada llamada Frixia, barras de pan, embutidos. Mi abuelo era el dueño de la pastelería Gloria, famosa en el barrio, así que nunca faltaba la bollería”.
En A corazón abierto, la novela de Elvira Lindo, hay una referencia a esa pastelería y a sus bambas con nata. Al escuchar a Ana, también imagino al cantante Alejandro Sanz saliendo desde el número 62 de Doctor García Tapia, para buscar la merienda en esa pastelería.
“Estudié en el colegio Nuestra Señora de Moratalaz”, continúa Ana: “de allí iba a casa o a jugar a la plaza Corregidor Cabeza de Vaca. El barrio estaba lleno de niños; nuestros padres habían venido desde Andalucía, Ávila, Segovia, el País Vasco, pero eso no marcaba diferencias. Éramos niños de Moratalaz”.
Interrumpo a Ana y le pregunto por el tren más lento del mundo, ese del que me hablaba la señora en el 98. “El tren de Arganda, que pita más que anda”, acota: “no llegué a conocerlo; la gente mayor recuerda que pasaba detrás de los edificios de Encomienda de Palacios”.
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Reviso los datos actuales: Moratalaz, distrito de Madrid situado al sureste de la ciudad, cuenta con una población de 95 mil personas. Desde la Plaza de Cibeles bastan veinte minutos para llegar en metro; en días sin atasco, la ruta en coche puede durar quince minutos. Curioso que la gente de Madrid siga asociando el barrio con cosas inexistentes: su ubicación remota y su alta peligrosidad.
Mirelis, enfermera venezolana de 28 años que trabaja en Moratalaz y pasa ahí sus ratos de ocio, da largos paseos con su perro por el parque de la Cuña verde. Cuando le pregunto si sabe del tren que atravesaba el barrio, comenta que le queda mucho por conocer, que, este lugar, en el que se siente segura y por el que transita a diario, está lleno de historias.
Sé que Mirelis y yo podríamos iniciar una larga conversación sobre lo duras que pueden ser nuestras calles venezolanas, pero evado el tema: heridas que uno prefiere soslayar. Decido quedarme con sus palabras: los lugares contienen historias que esperan por nosotros. Por eso escribo estas líneas y recuerdo las frases de aquella anciana que me hablaba de un tren lentísimo, más lento que las nubes, las abejas, los gorriones.
Las historias pueden ser la raíz que te falta cuando te alejas de casa.
Quiero raíces, palabras y frases. Quiero historias.
La imagen de Mirelis paseando su perro conecta con otra estampa habitual de Moratalaz: muchachos en grupos, ancianos dando una vuelta, niños jugando hasta tarde, en los parques. «No siempre fue así», dice Ana: «en los años 80 la heroína tomó las calles. Todos tuvimos un vecino, un familiar, un amigo consumido por la droga. La seguridad se deterioró: las peleas, los robos y las navajas se volvieron una escena habitual”.
La Moratalaz de los niños se transformó en un lugar lleno de jóvenes a los que pillaron las jeringuillas: las antiguas historias del barrio se desvanecieron, como la del sacerdote Mariano Gamo, que a finales de los 60 salió esposado de la parroquia Nuestra Señora de la Montaña para ser recluido en las cárceles franquistas. Como las luchas vecinales contra la constructora Urbis, que levantó edificios llenos de grietas, filtraciones y zonas sin ajardinar o la concentración que, en el 76, congregó a cien mil personas que protestaban contra la carestía de la vida.
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“He escuchado esas historias”, dice Eugenia, psicóloga argentina que reside en Moratalaz desde hace trece años: “el padre de mis hijos creció ahí y durante su niñez tenía prohibido acercarse a lugares como Las Lonjas”.
Eugenia llegó durante la transformación que vivió el barrio a principios del siglo XXI: la llegada de extranjeros. Un cambio que Ana notó cuando sus hijos entraron al colegio: “empecé a ver familias ecuatorianas, venezolanas, marroquíes; hasta entonces, solo había visto españoles en el barrio”.
Imposible ignorar las simetrías de la vida. Aquellos niños de los 70, cuyas familias provenían de muchas partes de España, ahora eran otros, pero sus historias resultaban semejantes: en los parques se podía escuchar a una niña latina diciendo palabras en rumano o ver a un chico madrileño probando un zumo de guanábana.
Llegó así una nueva realidad: después de la noche de la heroína, la seguridad comenzó a mejorar ostensiblemente. Ana sonríe en cuanto menciono que, en la actualidad, Moratalaz es uno de los distritos “más verdes, cuidados y seguros de la capital”, como afirma Qué!Madrid y reiteran las inmobiliarias a partir de datos del ministerio del Interior, que colocan a Moratalaz como el distrito más tranquilo de la capital.
Eugenia, que cada mañana atraviesa el barrio de punta a punta —reside hacia la zona de la M40 y la clínica psicológica que lleva junto a su socia española está próxima a la M30—, lo confirma: “Moratalaz me recuerda a Caballito, mi barrio en Buenos Aires”. Desde el principio tuvo claro que era aquí donde debía desarrollar su empresa; cuando comenzó a visitar el barrio, existía poca asistencia psicológica.
En su clínica emplea a 16 personas y atiende a una población diversa: latina y de Europa del este, española de clase obrera y clase media.
En un barrio donde los pequeños negocios son golpeados por la incertidumbre económica y donde muchos locales se están reconvirtiendo en viviendas, Eugenia representa un tipo de iniciativa esperanzadora, como lo son, a su manera, diversos negocios chinos y pakistaníes, algunos restaurantes peruanos y ciertas panaderías venezolanas situadas en Camino de Vinateros y en Arroyo de la Media Legua: señales de que, aunque el barrio tiene el mayor número de ancianos de la ciudad, su revitalización, según cifras del ayuntamiento en 2022, es consecuencia del número de extranjeros —mayoritariamente venezolanos, ecuatorianos y peruanos—, que alcanza un 19.56%.
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Laura tiene 21 años, lleva piercings y tatuajes. Parece una estudiante de la prestigiosa Escuela Superior de diseño (sita en el cruce de Vinateros con Marroquina), pero estudia filología inglesa en la Complutense. Ha vivido siempre en Moratalaz y es hija de rumanos. En su infancia solía utilizar el idioma de sus padres cuando jugaba en el Parque de El Torito.
Suele comer helados por Las Lonjas, pero su vida de ocio sucede en el centro de la ciudad. «Si te pregunto dónde vives, ¿qué dirías?». «En Madrid», responde.
Cuando pasea con sus amigos, es común verla con chicas españolas, latinas o guineanas; cuando pasea sola, lleva cascos y disfruta de la música electrónica. «¿Sabías que por Moratalaz pasaba el tren más lento del mundo?», le pregunto. Pero ella me mira y alza los hombros.
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Pienso en la señora del moño a la que ayudaba a subir las compras en 1998. Ahora, yo también me detengo en ese mundo escarlata que contemplaba en las tardes. El ladrillo de los edificios y el cielo magenta convierten el aire de las tardes en un mar de fuego.
Aquella mujer me regaló las primeras historias del barrio, las primeras raíces, es cierto, pero todo tesoro que recibimos se encuentra incompleto hasta que no lo convertimos en un obsequio. Como decía Armando Rojas Guardia: “La poesía es un pan que se comparte”.
«Laura, en ningún sitio de Madrid verás cielos como los de Moratalaz», le comento. Luego vuelvo a preguntarle por el tren. Entonces ella responde: «Recuerdo que en las navidades de mi infancia pasaba un tren para niños por Hacienda de Pavones… Ah… y en el parque de las fuentes hay un trozo de vía». «A ese me refiero, el Tren de Arganda, que pita más que anda». Laura vuelve a alzar los hombros.
«Muchos años antes de que tú y yo estuviéramos aquí», le digo: «pasaba un tren que iba tan despacio que lo superaban las nubes, las abejas, los gorriones. Por Moratalaz, Laura… por nuestra casa alguna vez pasó el tren más lento del mundo».
Créditos
Texto: Juan Carlos Méndez Guédez
Fotografías: Edu León
Curaduría y edición: Emiliano Monge
Centroamérica Cuenta | Madrid, España, septiembre 2023
Este texto forma parte de Cuenta Centroamérica, la sección de crónicas del festival donde escritores participantes se sumergen en la ciudad que los acoge acompañados de fotógrafos y fotógrafas locales.