En América quedamos esperando a Cervantes. Habría venido, si Felipe II atiende su petición del 21 de mayo de 1590 “de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres a cuatro que al presente están vacantes que es uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la Provincia de Soconusco en Guatemala, contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de la Paz”. Pero la corona le puso oídos sordos.
El cargo que pedía en Soconusco era el más humilde y desprovisto de todos; pero ni en ése tuvo fortuna, y se le respondió que mejor buscara una posición por aquellos mismos lados, los de la Mancha, que, de todos modos, llegaría a ser un territorio común de la lengua de aquí y de allá, como dejó dicho Carlos Fuentes.
De haberse escrito El Quijote en América, habría campeado en sus páginas la añoranza de Cervantes por la tierra lejana de Castilla, como campeó el recuerdo de la tierra centroamericana para Rafael Landívar en la Rusticatio Mexicana, escrita en su exilio de Bolonia. Aunque, por qué no, imaginemos también al hidalgo manchego cabalgando por las sabanas del altiplano de la cordillera oriental de los Andes, o por la planicie costera de Chiapas, o haciendo estaciones en el ardiente litoral del Caribe cartagenero, o subiendo al techo americano del mundo, como subió por las estribaciones de la Sierra Morena en busca de la cueva de Montesinos.
Sí vino el inquieto y astuto don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, criatura de don Francisco de Quevedo en la Historia de la vida del Buscón, que se pasó a las Indias con la Grajales a ver si mudando mundo y tierra mejoraría su suerte. Y fuele peor, “pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”, declara, y promete explicarlo en la segunda parte que ya nunca se escribió, y por tanto no sabremos en qué tierras de estas tuvo su morada.
Pícaros y buscones trasplantados por la lengua, no en balde Mulata de tal, la novela de Miguel Ángel Asturias, empieza con la entrada de Celestino Yumí a la iglesia de San Martín Chile Verde, en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos; y entra a la iglesia con la bragueta abierta, porque así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos, sin duda hermano del diablo Cojuelo, que levantaba los techos de Madrid para exponer delante de don Cleofás los lances y liviandades que ocurrían en los aposentos: «advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura…»
Hay un cuento de Rubén Darío que tiene por título unas iniciales emblemáticas, D.Q. El personaje es el abanderado de las tropas españolas que esperan la última de sus batallas en Santiago de Cuba en 1898, al final de la guerra contra Estados Unidos, un enjuto manchego, ya maduro en edad, de poco hablar, triste, y apartado. Cuando llega la hora de rendir las armas, y para él la de entregar la bandera, se vio, dice Rubén, “una cosa que puso en todos el espanto glorioso de una inesperada maravilla. Aquel hombre extraño, que miraba profundamente con una mirada de siglos, con su bandera amarilla y roja, dándonos una mirada de la más amarga despedida, sin que nadie se atreviese a tocarle, fuese paso a paso al abismo y se arrojó en él. Todavía de lo negro del precipicio devolvieron las rocas un ruido metálico, como el de una armadura….”
En las crónicas de la conquista, delante de los soldados españoles peleaba Santiago a caballo contra los indios, siempre triunfante, como había peleado contra los moros, matando él solo muchos cientos. Ahora, este otro caballero de armadura, rey de los hidalgos, señores de los tristes, no tiene ya otro recurso que despeñarse frente a la ignominia de la derrota.
Al despeñarse, don Quijote, que encarna al viejo ideal castellano en su armadura, vive, revive, sobrevive, se queda entre nosotros, y así lo vio Rubén, que escribió este cuento en 1899, al año siguiente de aquella derrota que trastocaría a España, empobrecida y sombría, ya sin colonias.
No vino al fin Cervantes, pero se quedó el Quijote entre nosotros, y supo Cervantes repartir entre nosotros la lengua y crear ese gran territorio de La Mancha. Una lengua alerta, rebelde, nutricia, mutante, que se extiende siempre hacia nuevos confines y tiene por marca su diversidad. Sustancia y sonoridades. Música y textura. Una lengua en estado de perpetua ebullición y de perpetua invención.