Por Aroa Moreno Durán | Guatemala
El 29 de julio de 1982, en El Rancho Bejuco, ubicado en la aldea Pacoj de Santa Cruz El Chol, departamento de Baja Verapaz, fueron asesinadas 25 personas. El 80% eran niñas y niños. No se cuenta en esta cifra a los recién nacidos que aún no estaban inscritos en los registros. No se cuenta en esta cifra tampoco los nombres de los desaparecidos de los que no se han encontrado aún los huesos. No se cuenta con que algunas mujeres estaban embarazadas.
Sobrevivieron a aquella masacre, únicamente, cinco personas del pequeño caserío que no estaban allí en el momento de las ejecuciones.
El crimen tuvo lugar bajo el Gobierno del general Efraín Ríos Montt. El coronel Juan Ovalle Salazar dirigió la operación. A sus órdenes estaban nueve miembros de las patrullas de autodefensa civil y comisionados militares.
Muchos menores y mujeres fueron violados.
Una a una, aquellas personas fueron forzadas a salir de sus casas. Una a una, aquellas veinticinco personas fueron asesinadas. Y uno a uno fueron tirando sus cuerpos a un agujero que los patrulleros habían cavado en la tierra. Para tener la certeza de que ninguno sobreviviera, les lanzaron granadas.
Son las diez y media de la mañana del jueves 26 de mayo de 2022. Hace casi cuarenta años de aquello. En la sala de vistas número 7 del Juzgado de Mayor Riesgo “D” de la planta 14 de la Torre de Tribunales de Ciudad de Guatemala, cinco ex patrulleros esposados están sentados esperando audiencia de primera declaración. Algunos de ellos se quedan dormidos intermitentemente. Tienen la cabeza baja. Rondan los ochenta años. Apenas levantan la vista de sus zapatos. El juicio se retrasa. Faltan por llegar otros cuatro. Vienen del penal de Pavón, donde hubo redada de mañana.
Fotografías por Sandra Sebastián
Cuando aparecen, solo uno de esos hombres trae la mirada alta. Le molesta que le hagan fotos. Saluda al llegar levantando la barbilla. Camina estirado sobre unas zapatillas negras sketchers. Pudiera ser cualquier jubilado de cualquier lugar del mundo. Lleva el brazo en cabestrillo y es el único que no va esposado. Es el coronel Ovalle Salazar, el militar que estuvo en Rancho Bejuco.
Afuera, por detrás de los nueve agentes de la policía penitenciaria que los acompaña —uno para cada procesado— y que están apostados sobre una ventana charlando, estalla la tormenta sobre la ciudad de Guatemala.
La vista arranca dos horas después de lo previsto. El juicio forma parte del proceso de justicia transicional mediante el que Guatemala intenta responder al legado de violaciones masivas y graves de los Derechos Humanos.
El juez permite que los agentes quiten las esposas a los hombres. Una mujer se sienta entre dos de los procesados para traducir del español al maya achí por si necesitaran entender alguna cosa. Ninguno hablará. La primera vista convocada se suspendió porque uno de los ex patrulleros tenía problemas de audición. “Decir que son viejitos, que ya para qué se les juzga, es revictimizar a las víctimas”. Eso dice la abogada Lucía Xiloj, maya quiché.
Los hombres están detenidos desde febrero de 2022, acusados de asesinato y delitos contra los deberes de humanidad. En los cuarenta años que han transcurrido desde la masacre, estos hombres han seguido adelante; con sus vidas adelante, con sus familias y trabajos adelante, intentando olvidar que una vez fueron algo muy parecido a un monstruo y mataron a 25 personas. Finalmente, se vuelve a suspender la audiencia. Serán citados el día 3 de junio para decidir si son ligados a proceso o no.
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Catorce niveles más abajo, en la misma Torre de Tribunales, decenas de metros más abajo, de cientos de abogados en trajes brillantes y camisas oscuras más abajo, abajo de pilas de expedientes y archivos, del cansancio de aquellos que esperan a las puertas de las salas de los juzgados, de policías, debajo de todo ese ecosistema judicial descomunal y precario, un joven de veinte años da vueltas en uno de los gallineros donde los procesados esperan para sus vistas. Parece un tigre en una jaula. Se tumba en el banco, se levanta y camina luego de un extremo a otro de la celda. Se acerca a la reja y dice que pertenece a la MS13, la Mara Salvatrucha. Entre la Mara Salvatrucha y Barrio 18, se calcula que estas pandillas son un ejército de entre 15 y 20 mil miembros actuando en un país de cerca de 18 millones de habitantes.
Fotografías por Sandra Sebastián
El chico dice que ya ha pasado dos años en la prisión de Pavoncito, una de las más duras del país. Lleva al cuello un rosario de cuentas verdes de plástico, ningún tatuaje. “Ya no nos tatuamos”, dice. Viste con una enorme camiseta de la Liga Nacional de Fútbol americano, blanca impoluta, y pantalones anchos. No responde a por qué fue detenido. Eso no se cuenta, dice. Tampoco dice que esa celda, aislada de las demás, se reserva para imputados por asesinato.
En ese momento, otro joven que no parece pasar de los catorce, aunque tiene que ser mayor de edad para estar ahí, es sacado del calabozo, registrado por un policía y subido a los tribunales. Otro, después, atraviesa un pasillo custodiado por un agente. Lleva los vaqueros rajados hasta la cintura y una bata de hospital azul abierta, sangra por la sien y por el torso.
Las carceletas donde esperan los detenidos están ubicadas en el sótano, junto al aparcamiento, en la oscuridad. Toda Guatemala conoce ese subsuelo: salía días tras día por televisión, desde ahí se retransmitía las llegadas y salidas de los procesados por corrupción.
Este brutal coloso construido en 1972, que se completa como un anexo con el Palacio de Justicia, vio entrar hace unos años, de forma teatral y retransmitida a todo el mundo, a Ríos Montt, tumbado en una camilla y con enormes gafas de sol. Iba a ser juzgado por el asesinato de 1771 indígenas desarmados del área Ixil. Ríos Montt, uno de los militares más sanguinarios de América Latina, murió impune, con 91 años, beneficiado por la justicia que negó en vida a sus víctimas.
Hasta 2020, en esta torre, con apoyo de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, se procesó judicialmente por corrupción a 660 personas, y se ha obtenido la condena de más de 400 de ellas. Muchos de ellos son los mismos que alguna vez fueron aliados de aquellos viejos militares. Hoy, la mayor parte de los juicios son a pandilleros, acusados de asesinato, extorsión, narcotráfico, tráfico de armas, robo o lesiones. Hijos de la exclusión del mismo sistema.
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El conocimiento de un pueblo de la historia de su opresión es parte de su patrimonio. Los dictadores del siglo XX se siguen marchando dormidos en una madrugada. Culpables, pero impunes. Libres.
Todos dejan lo mismo: millones de huesos bajo la tierra, bocas abiertas que ya no dicen nada, mujeres enterradas que llevan el sonajero de un niño en el bolsillo de la falda, desesperantes procesos judiciales que pocas veces encuentran un final justo, ladrones de guante blanco, chicos de los márgenes que nunca estarán en el centro de las preocupaciones de nadie, historias que no se van a incluir en la Historia.
Qué hacer mientras la verdad judicial no llega a existir. Mientras no existe la verdad histórica, cuando no se consigue la verdad colectiva ni la verdad individual. Porque la verdad, si no se busca y se insiste en ella, como los derechos que cada pueblo conquista, puede perderse un día para siempre, igual que un día cualquiera puede perderse la paz.
Con su precario funcionamiento, su sótano de cochambre, a pesar de la guerra abierta por redes de criminales y altos cargos dentro del sistema contra funcionarios comprometidos contra la impunidad de la corrupción y el crimen organizado, a pesar de su movimiento jurásico, la Torre es un espacio para la memoria común.
A sus salas van llegando aquellos que hasta ahora vivían impunemente, con un pasado de muerte o delito a sus espaldas. Es más de lo que otros podemos decir.
Los catorce niveles de la Torre de Tribunales atraviesan el conflicto de Guatemala consigo misma. De la última planta a su raíz oscura, hundiéndose en la humedad de su subsuelo. Aquí se cruzan sus estratos conformando una historia en progreso que trata de ser comprendida, puesta negro sobre blanco.
Víctimas y verdugos. El orden y el caos. Este edificio contiene parte del pulso de este presente continuo del que todos formamos parte.
Créditos
Texto: Aroa Moreno Durán
Fotografías: Sandra Sebastián
Acompañamiento local: Arnoldo Gálvez Suárez
Curaduría y edición: Emiliano Monge
Centroamérica Cuenta | Ciudad de Guatemala, mayo 2022
Esta crónica forma parte del proyecto Cuenta Centroamérica, en el que escritoras y escritores, participantes en el festival, se sumergen en las calles de la ciudad que les recibe y escriben sobre ellos.
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