Por Elvira Navarro
El mapa social de Madrid replica la dinámica económica de España, un país cuya riqueza se incrementa a medida que el sur se deja atrás. Quizás por ello el norte de la capital tiene límites menos traumáticos que su parte meridional, donde los nuevos barrios están casi arrojados al páramo y al tráfico.
Vivo en Alcobendas, uno de esos municipios pegados a Madrid cuyos límites son amables. Esta ciudad fue un pueblecillo humilde del que solo quedan vestigios, como la iglesia de San Pedro Apóstol, un edificio de mitad del siglo XIX levantado sobre una iglesia mudéjar de la que sobrevive un arco de herradura en el ábside. También se encuentran en internet algunas fotos que muestran casas de piedra o encaladas, campos de labor, la impresión de una vida apacible y rural. La estampa se quebró con la migración masiva del campo a la ciudad que comenzó hacia la mitad del siglo XX, generadora de la periferia caótica que a cualquiera que haya venido a Madrid en coche le sale al paso, todos esos extenuantes bloques de ladrillo rojo (y a veces blanco) de calidad pésima que no figuran en ninguna guía turística y que, sin embargo, son la esencia de esta urbe y su cinturón. Por supuesto, Alcobendas participa de esta idiosincrasia que es un puro contrasentido, pues su identidad es la no identidad producida por el desarrollismo franquista, que supuso poner la vivienda social y el suelo al servicio del sector inmobiliario (de la avidez de dinero). Pisos pequeños, mal aislados, con tabiques finos como papel de fumar y unos monstruosos cerramientos de aluminio en los balcones para ganar un poco de espacio y aliviar el hacinamiento. “Alcobendas profundo” es como a veces he oído nombrar a toda esa zona de bloques de ladrillo y toldos verdes, y el apelativo siempre me ha resultado significativo: parece evocar un inconsciente colectivo y un origen que se han querido enterrar. Ahora en Alcobendas profundo también viven migrantes, en su mayoría latinoamericanos.
Varias circunstancias confluyeron para que, desde mediados del siglo pasado, Alcobendas se convirtiera en un lugar donde mucha gente ha querido instalarse. Por ejemplo, que por aquí pasase la antigua carretera de Francia o de Irún, la actual A-1, uniendo el municipio con el centro de Madrid, que está apenas a dieciséis kilómetros. También se vio favorecida por su cercanía con el aeropuerto de Barajas y por que industrias y fábricas se instalaran por estos lares en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta. Esto último hizo que hubiera trabajo y que la población aumentase. La desindustrialización de los ochenta no llegó a hundir a la localidad gracias al dinero que se recaudaba mediante impuestos a La Moraleja, que pertenece a Alcobendas, un dinero aprovechado para llevar a cabo un urbanismo ambicioso posibilitado por ese largo periodo de estabilidad en el ayuntamiento que supusieron los veinticuatro años como alcalde de Pepe Caballero (1983-2007), del PSOE. En ese tiempo se permitió a gestores y urbanistas municipales redistribuir la riqueza proveniente de la urbanización favorita del papel cuché y de las empresas que eligieron poner aquí su sede. La localidad se cuajó de parques, de polideportivos, de mediatecas, de zonas verdes que suavizaron la dureza de aquella ciudad dormitorio de bloques de ladrillo, barro y chabolas (la zona de chabolas aún conserva su nombre: la Zaporra), donde malvivía la gente venida de Andalucía, Castilla y Extremadura.
Casi se puede ir andando hasta Madrid. Solo unos quinientos metros de carretera impiden llegar a Las Tablas, una zona nueva y desangelada de la capital llena de oficinas, entre ellas las famosas sedes del BBVA y Telefónica, de Herzog & de Meuron y Rafael de la Hoz respectivamente. De esta última se sale, por la calle Pórtico de la Gloria, a Alcobendas, donde continúa el chorreo de silenciosas y acristaladas empresas: Canon, Renault Group, Clarins, Vass Spain. Aceras limpias, vacías, la hiedra trepando por los muros, jardines con palmeras, arizónicas jóvenes, sauces. La avenida de Europa continúa hasta el Moraleja Green, un centro comercial inaugurado en 1995 que envejeció rápido porque no pudo hacer frente, a pesar de las reformas, ni a la crisis ni al monstruo devorador de centros comerciales que es el Plaza Norte 2. Por aquí los edificios de oficinas ofrecen sus vidrios negros a la solana o al frío, y la sensación es la de transitar de una soledad a otra, también la de un aterimiento limpio y ordenado con paradas de autobús para los trabajadores que no tienen coche. Hay una escuela infantil cuyo nombre parece compensar el silencio y la rigidez de las oficinas. La guardería se llama, muy paradójicamente, El alboroto, y su cartel parece pintado por un niño.
Toda esta fastuosidad de empresas ha ido acompañada de una enorme demanda de vivienda, y desde finales de los noventa y principios de los dos mil lo que quedaba de los antiguos trigales se convirtió en barrios nuevos de manzana cerrada y piscina que al principio trataban de conciliar la idea clásica de una ciudad con algunas comodidades más propias de una urbanización. Sin embargo, en los últimos años ya se prescinde de los locales comerciales, y hay calles enteras sin un solo bar, supermercado o farmacia, cuyos moradores salen siempre en coche para hacer la compra o la vida social. Por estos lares, el espacio público lo conforman largas avenidas vacías, árboles aún raquíticos, gente que solo pisa las aceras para hacer running y parques infantiles. Los vástagos de este nuevo modelo de ciudad juegan dentro de unas manzanas cerradas que parecen cárceles, y cuando se hacen adolescentes quedan en el Burger King o en el centro comercial para merendar en franquicias y ver escaparates en tiendas que también son franquicias. La memoria de cualquier cosa distinta al capitalismo global está aquí borrada.
Alcobendas limita al noroeste con la base militar El Goloso, y a menudo los tanques se sacan a pasear por el terreno casi yermo que pertenece a los militares, donde se hacen prácticas de tiro por la noche. Quienes vivimos al lado tenemos madrugadas con regusto a contiendas lejanas, o a los trípodes de La guerra de los mundos por el extraño e inquietante ruido que sale de los viejos tanques cuando los soldados están de maniobras.
Antes he dicho que los límites de la localidad son amables porque aún se puede ir a pie al campo, aunque solo hasta que la especulación urbanística termine de ganar la partida. En el último espacio libre de la ciudad, que es un bellísimo espacio natural con no pocas encinas, se planea construir un nuevo barrio de nombre pretencioso, Valgrande, que ocupará el límite con los pinares del monte de Valdelatas, la Universidad Autónoma de Madrid y los campos militares de El Goloso. El proyecto, iniciativa del PP, fue finalmente apoyado por el PSOE y Ciudadanos, que al principio se opusieron por motivos puramente electoralistas. Salvemos Los Carriles, que así se llaman estas lomas donde se avistan multitud de rapaces, es la plataforma ciudadana que se opone al proyecto. Son un solitario grito en mitad del desierto de asfalto que no hace más que crecer sin que a nadie le importe demasiado.
Créditos
Texto: Elvira Navarro
Fotografías: Aida López
Curaduría y edición: Emiliano Monge
Centroamérica Cuenta | Madrid, septiembre 2024
*Esta crónica forma parte del proyecto Cuenta Centroamérica, en el cual tres escritores o escritoras participantes en el festival se sumergen en la ciudad que lo acoge y escriben estos textos.